La carretera y la oscuridad

Todo lo que venía despues era secundario. De momento lo importante era el presente. La realidad de estar a los mandos. De controlar aquella situación de la mejor manera posible y de conseguir enderezar aquel mastil torcido en la que acababa de convertirse su vida.

Conducía por la carretera. Por la oscuridad que solo se quebraba con los reflejos de los brillos de los focos del coche o las dentelladas que arrancaban las farolas en la lejania. Todo estaba oscuro. Sobre todo el interior del vehiculo. Estaba el solo, el asiento del copiloto lo ocupaban su chaqueta, su cartera y su telefono, que habia sido silenciado. Conducia con calma, como si su mente estuviese relajada en ese momento y fuera capaz de controlar todos sus impulsos. Pero la realidad de su mente en ese momento era más bien diferente. Su paz interior habia sido perturbada, y lo que por fuera podría parecer un hombre sereno, en el interior se formaba la mayor de las tormentas jamas imaginadas. Frenaba antes de las curvas. Aceleraba en las rectas, pero sin sobrepasar los limites de velocidad. Su mente esta inundada de pensamientos frios como el invierno de Moscú, pero era capaz de guardar la compostura y conducir de manera sosegada.


Desde pequeño habia sido entrenado en guardar las apariencias. En ser capaz de aguantar y no externalizas nada. Ni lo bueno, ni lo malo. Todo ello se debia a la educacion que habia recibido. Una mezcla de severidad ante las ofensas a la autoridad, pero unas respuestas mucho mas mediadoras cuando los daños se inflingian a entidades no tan poderosas. No era frio, o al menos eso pensaba, sino que era capaz de no dejar que sus sentimientos aflorasen con facilidad. Eso le permitia pensar con claridad aún en los momentos mas complicados. Y aquel lo era.


Seguia conduciendo, y ello en absoluto alteraba su manera de conducir. La realidad es que no sabia a donde iba. Simplemente se habia montado en su coche, habia arrancado y se habia dirigido hacia la carretera mas oscura que se le habia ocurrido. Él simplemente conducia, como quien cose, ve la tele o escucha una cancion. Su mente estaba en otra parte, un lugar mucho más oscuro que aquella carretera
camino de la nada.

Las cárceles y vicios de la mente

Allí donde el ser humano para y piensa, cambia el mundo. Allí donde el ser humano continúa, obcecado, se pierde la humanidad. La premura del ser de no ser abatido por las realidades de la vida, nos empuja cuesta abajo hasta los abismos del ser. Parar exige sacrificio, exige apaciguar la inercia del viaje y de la vida. Pensar, recomponerse y cambiar son más aspectos prosaicos de nuestras vidas que guardamos con cautela de utilizar, con más mesura de la que deberíamos.

 

Nuestra tendencia es la misma que la de un vaso de vino al borde de una mesa empujada por las garras de un felino. Abajo espera una bonita alfombra persa de matices calcáreos. 

La gravedad del movimiento que ejercemos y que tratamos de perpetuar nos arraiga aún más a la idea de que nada ha de cambiar. Cambiar es feo, significa dejar de lado partes de lo que antes éramos. En cierto modo, equivale a renunciar al vástago que habíamos traído al mundo, nutrido y abrazado como parte de nuestro sino. 

 

La dicha del mundo sin embargo, ha estado siempre marcada por seres a los que este camino predeterminado, en el que no se para nunca y no se mira a los lados, les produce vómitos en el alma y jaquecas espirituales. Los desafortunados que no son capaces de caminar más con el viento a la espalda y cuya naturaleza les empuja a darse la vuelta y gritar al mundo - ¿Acaso pensabas que moriría como un péndulo más?  Estos seres han sido y serán los adalides de la anti-humanidad. De no querer postergarse ante lo que el destino tiene escrito para ellos y para el resto de los mortales.

 

El romper o cambiar lo antes establecido. Ya sea grandioso como un imperio o pequeño como el color de los zapatos que se calzamos. Todo equivale al mismo ejercicio espiritual a diferentes escalas. La razón nos dicta siempre unos acordes que queremos escuchar. Una sintonía melódica a la que estamos ya acostumbrados, y que, aunque en muchas situaciones nos traiga desdicha, nos permitimos de bailar. La casa se quema y se mueren las plantas, pero mi camino parece no cambiar. Dejar de lado lo antes abrazado es una actividad de nula lealtad. Matar al padre como diría alguno.

 

Que subyace entonces en aquellos momentos en los que, se quiebra ese equilibrio, se consuela en el borde del camino el ser y toma una dirección diferente? ¿Dónde están los alicientes para ello? ¿Acaso el dolor de los pasos perpetuados en unos zapatos viejos que nos hacen ya daño al caminar por los senderos por los que antes disfrutábamos?

 

Continuar es fácil. Solo es necesario recordar lo que hemos hecho hasta ahora y llevar a cabo las misma aptitudes que nos han sido programadas a cinceladas. 

La piedra está ya esculpida, ¿por qué cambiarla? 

¿Por qué empezar a escribir un nuevo par de tablillas cual Moisés?

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