Allí donde el ser humano para y piensa, cambia el mundo. Allí donde el ser humano continúa, obcecado, se pierde la humanidad. La premura del ser de no ser abatido por las realidades de la vida, nos empuja cuesta abajo hasta los abismos del ser. Parar exige sacrificio, exige apaciguar la inercia del viaje y de la vida. Pensar, recomponerse y cambiar son más aspectos prosaicos de nuestras vidas que guardamos con cautela de utilizar, con más mesura de la que deberíamos.
Nuestra tendencia es la misma que la de un vaso de vino al borde de una mesa empujada por las garras de un felino. Abajo espera una bonita alfombra persa de matices calcáreos.
La gravedad del movimiento que ejercemos y que tratamos de perpetuar nos arraiga aún más a la idea de que nada ha de cambiar. Cambiar es feo, significa dejar de lado partes de lo que antes éramos. En cierto modo, equivale a renunciar al vástago que habíamos traído al mundo, nutrido y abrazado como parte de nuestro sino.
La dicha del mundo sin embargo, ha estado siempre marcada por seres a los que este camino predeterminado, en el que no se para nunca y no se mira a los lados, les produce vómitos en el alma y jaquecas espirituales. Los desafortunados que no son capaces de caminar más con el viento a la espalda y cuya naturaleza les empuja a darse la vuelta y gritar al mundo - ¿Acaso pensabas que moriría como un péndulo más? Estos seres han sido y serán los adalides de la anti-humanidad. De no querer postergarse ante lo que el destino tiene escrito para ellos y para el resto de los mortales.
El romper o cambiar lo antes establecido. Ya sea grandioso como un imperio o pequeño como el color de los zapatos que se calzamos. Todo equivale al mismo ejercicio espiritual a diferentes escalas. La razón nos dicta siempre unos acordes que queremos escuchar. Una sintonía melódica a la que estamos ya acostumbrados, y que, aunque en muchas situaciones nos traiga desdicha, nos permitimos de bailar. La casa se quema y se mueren las plantas, pero mi camino parece no cambiar. Dejar de lado lo antes abrazado es una actividad de nula lealtad. Matar al padre como diría alguno.
Que subyace entonces en aquellos momentos en los que, se quiebra ese equilibrio, se consuela en el borde del camino el ser y toma una dirección diferente? ¿Dónde están los alicientes para ello? ¿Acaso el dolor de los pasos perpetuados en unos zapatos viejos que nos hacen ya daño al caminar por los senderos por los que antes disfrutábamos?
Continuar es fácil. Solo es necesario recordar lo que hemos hecho hasta ahora y llevar a cabo las misma aptitudes que nos han sido programadas a cinceladas.
La piedra está ya esculpida, ¿por qué cambiarla?
¿Por qué empezar a escribir un nuevo par de tablillas cual Moisés?