Sobre la imperiosa necesidad del ser humano

Aquel que ve acercarse a la azafata con el carrito de las bebidas, a las 6 horas de comenzar un vuelo comercial de 10 horas. Ese individuo, probablemente, jamás haya conocido o interactuado con la susodicha y sin embargo, su mera presencia instiga a nuestro pasajero a pensar en qué quiere beber. Es decir, que la simple sugestión social de una persona, un carrito, empujadas por un pasillo de 50 filas (9 pasajeros por fila), es capaz de poner en movimiento las "colitas de la felicidad", como si de cachorritos de labrador se tratase.

 

No es ni el ropaje de la azafata, ni el ruido del carrito con sus sintónicas paradas para abastecer a cada uno de los afortunados. Es como si la combinación de estas y otras muchas variables diesen con la fórmula correcta para el entretenimiento humano. El poder de sugerir, presentar y servir. Adecuado a la perfección. 

 

Probablemente, si entramos en nuestro bar favorito y el camarero comienza a empujar una carretilla llena de hielos, latas frescas y botellas alicoradas, la reacción natural sería partirnos la caja soberanamente. Tremendo gilipollas el amigo con su carretilla. Y eso que seguro que en tierra firme serían capaces de proveernos con mejores manjares que a bordo. 

Y además, si nuestro amigo viste el atuendo digno para la ocasión y va circulando ordenadamente por las diferentes mesas tomando y sirviendo comandas in situ, mejor.

 

Las mismas sugerencias y atractivos que los humanos encontramos en latitudes terrestres, parecen funcionar diferente a otras alturas. 

La idea de una necesidad tan básicamente humana como el beber, se dispone y acentúa de diferentes maneras. Y eso que las bebidas pueden ser las mismas en ambos casos. 

Incluso podríamos darle un trabajo de fin de semana a Paco y así asegurarnos de que hasta la misma persona empuje ese carrito en las alturas . Y voila, de golpe la percepción que tenemos cambiará por completo.

 

Algo ocurre con los humanos cuando cambiamos ese contexto, en este caso, la altitud a la que se empuja ese carrito de bebidas. Yo soy un fiel defensor de que es el contexto en este tipo de situaciones, el que realmente nos determina como especie. Esa habilidad de permutar entre estados simplemente leyendo e interpretando el contexto. 

La deidad de ser capaz de pseudo-predecir situaciones, interpretar la emoción dominante y volcarla del ímpetu necesario en cada individuo para tornarlos en elementos sociales.

 

El carrito, la azafata, los sonidos, y me atrevo a predecir, hasta el tintineo de las latas en movimiento, han sido sobradamente planificadas con anterioridad. Alguien ha definido de antemano el guión perfecto. Con nuestra estrella principal entrando en escena lentamente. Desde el fondo del pasillo, empujando al bólido de la noche, el caballo ganador del día. 

Y todo el mundo espera, sentados y pensativos. Hasta que alguien (probablemente no Paco), les pregunta:

-¿Qué quiere beber el señor?

La sociedad del consumo

No nos referimos a la sociedad de consumo. Sino a la sociedad en la que habitamos, en la que el consumo, de sustancias, se tuerce en cada cultura y casa de cada manera. Ya sea de un calibre superior o inferior, parece que todos los humanos pagamos el peaje de la vida con las diferentes sustancias disponibles y que predominan por zonas y épocas.

 

Si bien en el sur de Europa el alcohol ha sido, es y será la voz cantante y bien aceptada, no es más que un reflejo más de que no hacemos más que drogarnos para sobrellevar las penalidades de la vida. Y da igual que se consuma alcohol en familia, en solitario o directamente compulsivamente. Las razones son siempre las misas, la idealización de un estado ajeno a lo que tenemos que vivir. Solos, o rodeados de gente en una fiesta con desconocidos, decidimos embriagarnos. Y eso que las bebidas no tienen ni tendrán jamás una connotación negativa, no así el resto de maneras más actuales de perder la noción.

 

Si el cannabis está regulado en Holanda, al igual que ciertas sustancias despenalizadas, las razones inherentes son exactamente las mismas. Por no ya hablar de compuestos con una mayor implicación que pasan directamente por enajenar a los seres que los consumen. Da igual que sea de un color, de un sabor o manera diferente, lo realmente importante es entender que como humanos, con el don de la racionalidad que nos ha sido conferido, acabamos por intentar matar a caladas o tragos lo que el grillo de nuestra cabeza nos intenta dictar. Por traumas, por dolores, por festejar o simplemente por rutina. Somos esclavos de las sustancias que hemos racionalmente decidido consumir y seguimos consumiendo.

 

El alcohólico lo es por qué, aunque una adicción lo haya abducido, en un primer momento decidió que eso era algo que él quería hacer. No de manera culpable o paternalista, sino una simple intervención de por qué, aun en el peor de nuestros hados, nosotros hemos siempre decidido matar al ruiseñor que nos canta a diario. Y eso, significa probablemente que nuestras vidas, ya sean largas o insufribles, nos acaban empujando culturalmente hacia este tipo de conductas. Todo kiski se droga, o por las mañanas con un café, o por las tardes con un trago o un canuto, o directamente insuflandose en vena o tabique las drogas sintéticas que haya disponibles. Somos un reflejo de nuestras mentes. Y nuestras mentes, no hacen más que ruido que nosotros tratamos de tapar o mistificar con sustancias que decidimos añadir a nuestra receta cognitiva.

 

Para que nos digan que hay drogas buenas y malas. Somos todos, unos drogadictos. O mejor explicado, somos esclavos de nuestras mentes, y casualmente todos optamos por los mismos antojos. O al menos los variados círculos sociales y culturales en los que yo me he versado. De uno u otro color, hemos pecado de manera racional, más aún en las latitudes en las que la vida ha sido más complicada, pero de igual manera en las sociedades en las que no tenemos de qué quejarnos (puesto en perspectiva).

 

El basuco, el cigarro o el vaso de cerveza, a nivel espiritual, son exactamente lo mismo. Las mismas o parecidas razones o causas, los mismos objetivos y las mismas consecuencias. Tarde o temprano, el consumo continuado y obcecado de cualquier sustancia nos hace perder el norte. Algunas antes, otras después. Dicen que el que se chuta caballo solo necesita de probarlo. Y los alcohólicos que conozco, han tajantemente empleado años en profesionalizar su afición. Y no hay más verdad que el decir que ambos están intentando matar al mismo demonio. El demonio de vivir. De afrontar las consecuencias de la vida. Del dolor, del trasiego de emociones (positivas y destructivas) que nos han convertido en el tipo de especie que somos a día de hoy.

 

Que no nos digan que ciertas sustancias son peores. ¿Peores que qué? Se criminaliza el intento del ser de olvidarse de sus situaciones. Independientemente de la razón, causa o efecto, las connotaciones hacia ciertas conductas están siempre provistas de negatividad y aversión. Sin ver más allá de lo que todos sabemos, no nos diferenciamos de nuestros cercanos en lo más mínimo. El que cambia el café por cigarro, o peor. Sin ser capaces de vislumbrar que todo y nada, en este caso, son lo mismo. El que más se considere puro y menos  participativo de estas conductas, estará probablemente a una distancia de apnea de los que él señala. Cámbiense sustancias por justificaciones sociales.

 

Criaturas que vagamos por las calles. Embriagados de diferentes maneras. Cada uno con lo suyo.

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