Las botellas descorchadas

Una botella. Fria. Sobre la mesa, rodeada de una estirpe de asistentes sonrientes dispuestos a celebrar la ocasión. O a adecentar la situación alrededor del recipiente de vidrio. Una vez abierta, su contenido será distribuido de manera equitativa entre los vasos o copas que se hayan unido al festival. Poco a poco la botella irá menguando en contenido. Se irá calentando a temperatura ambiente, mientras los comensales disfrutaran de su contenido en sus propios vasos. 

 

Una botella, descorchada. En una mesa simboliza poco más que la finalización de ese episodio. O bien la necesidad de embarcarse en las labores de otra botella, o bien en el momento de dar por finalizado el ritual y separarse. 

 

Es irónico cómo la misma botella, parece perder su significado e ímpetu espiritual una vez vacía. Como si el líquido que contenía fuese lo único que le daba valor. El seso de la botella desaparecido, pasa a convertirse en un casco más. Un recipiente carente de sentido que ha dejado de traer lo necesario a los que la rodean. 

 

Las botellas vacías, sin corcho, no tienen ya camino alguno. Han perdido su razón de ser, su ruta a las personas que antes las rodeaban. Nadie espera por una botella vacía, y sin embargo, todos parecen dispuestos a esperar a la llegada de una botella llena de contenido. El vidrio, transparente y rudo, contra el contenido líquido y efímero. Y sin embargo es esa parte efímera por la que las botellas tienen su razón de ser.

 

Nadie acude a una celebración con una botella vacía, descorchada o incluso a medias. Nadie regala botellas de vidrio que parecen evocar más al contenido antes encerrado que a la realidad del vidrio que tienen delante. El tacto, el control, ese equilibrio implícito en su diseño. De nada valen. Todo el que ve la botella estará condicionado por la premisa de sus sentimientos. Llena de alegría o pena. O vacía y carente de sentido ya. La misma botella, sin corcho.

 

Las botellas están en todas partes. En los bares, en nuestras casas, en nuestros eventos más sinceros y hasta en los más pesimistas. Alguien se encarga de darles vida. Las botellas nacen, pero carecen aún de ese alma implícita para el que están diseñadas. Alguien las llena, les da sentido y las cierra para que la pulcritud innata quede latente a cada ojo y mirada que se pose en ellas. Pobres botellas, que parecen contener su mayor cualidad cuando están rellenas de lo que no son. Cuando comienza su momento de ego y gloria, empieza a desvanecerse su sentido. Empieza a vaciarse su contenido. A perderse en la oscuridad su razón y sentimiento. Hasta que se acaben. 

Y alguien vuelva a abrir otra botella.

Prefacio de de un cambio de era: II

A veces le embargaba la tristeza lentamente. Como si se tratase de una pluma que se posaba suavemente al caer. Nada abrupto ni brusco. Un leve y lento pesar le envolvía sin que apenas fuera capaz de percibirlo. Era en estas ocasiones cuando toda esa tristeza y desasosiego mostraban su lado más humano. Mostraban su realidad, sin dualidades ni engaños. La tristeza estaba allí siempre, y nada podía evitarlo. Por mucho que huyese, por mucho que se escondiese o alejara. Siempre estaba ahí. Era en esos momentos cuando entendía que, pasase lo que pasase por su vida, siempre iba a tener la tristeza de compañera de viaje. Siempre sería así. Era consciente de que cualquier logro, cualquier batalla

ganada con sangre y sudor siempre podía quedar eclipsada por su eterna compañera.

 

Cuando ese dolor se mostraba soportable podía verlo todo con claridad. Sin filtros, tal y como la

entendía su ser más interior. Tenía que aprender a vivir de esa manera. Con esa cualidad. Igual que la persona sufridora de alguna dolencia crónica aprende a vivir con ella. Él debía de hacer lo mismo. Solo así sería capaz de seguir adelante.

Todo eso requería ya no de valor, sino de descubrirse a uno mismo y de tratar de entender su propio ser. Había descubierto que su miedo al dolor era igual o peor que el dolor mismo. El siemple hecho recordar su condición le causaba pesar y angustia.

Pero era, en parte a ese sufrimiento, la razón por la que había comenzado a acostumbrarse al miedo. Un miedo que sabía que no desaparecería, pero al que no podía permitir que controlara su vida.

A veces se sentía como el submarinista que teme que se acabe el oxígeno de su botella lejos de la superficie. La posibilidad siempre estaba ahí, pero la razón por la que podía continuar buceando era entender que la posibilidad de ahogarse no desaparecería nunca. No podía resignarse a no bucear por miedo, así que tenía que proseguir hacia adelante, siendo muy consciente de que la posibilidad de hundirse y no salir a la superficie siempre estaba ahí.

 

No trataba de hacerse sentir un luchador, ni mucho menos aparentar ser una víctima del destino. Asumía su papel en la vida como algo no natural, pero que llevaría a cabo de igual manera. Sus decisiones le habían llevado a esa situación, pero no se sentía arrepentido por ello. Todo lo que había hecho le había convertido en la persona que era. Y pese a la carga, no volvería atrás en el tiempo para cambiar los caminos ya tomados. 

 

Eso era él, un cúmulo de experiencias que le habían desarrollado una personalidad acostumbrada a vivir con dolor esporádico y aleatorio. Nada más que eso. Un simple ser. Que a veces disfrutaba y sonreía. Y que otras veces sufría el peor de los dolores que un ser puede sufrir.

El dolor en el alma.

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