Prefacio de de un cambio de era: II

A veces le embargaba la tristeza lentamente. Como si se tratase de una pluma que se posaba suavemente al caer. Nada abrupto ni brusco. Un leve y lento pesar le envolvía sin que apenas fuera capaz de percibirlo. Era en estas ocasiones cuando toda esa tristeza y desasosiego mostraban su lado más humano. Mostraban su realidad, sin dualidades ni engaños. La tristeza estaba allí siempre, y nada podía evitarlo. Por mucho que huyese, por mucho que se escondiese o alejara. Siempre estaba ahí. Era en esos momentos cuando entendía que, pasase lo que pasase por su vida, siempre iba a tener la tristeza de compañera de viaje. Siempre sería así. Era consciente de que cualquier logro, cualquier batalla

ganada con sangre y sudor siempre podía quedar eclipsada por su eterna compañera.

 

Cuando ese dolor se mostraba soportable podía verlo todo con claridad. Sin filtros, tal y como la

entendía su ser más interior. Tenía que aprender a vivir de esa manera. Con esa cualidad. Igual que la persona sufridora de alguna dolencia crónica aprende a vivir con ella. Él debía de hacer lo mismo. Solo así sería capaz de seguir adelante.

Todo eso requería ya no de valor, sino de descubrirse a uno mismo y de tratar de entender su propio ser. Había descubierto que su miedo al dolor era igual o peor que el dolor mismo. El siemple hecho recordar su condición le causaba pesar y angustia.

Pero era, en parte a ese sufrimiento, la razón por la que había comenzado a acostumbrarse al miedo. Un miedo que sabía que no desaparecería, pero al que no podía permitir que controlara su vida.

A veces se sentía como el submarinista que teme que se acabe el oxígeno de su botella lejos de la superficie. La posibilidad siempre estaba ahí, pero la razón por la que podía continuar buceando era entender que la posibilidad de ahogarse no desaparecería nunca. No podía resignarse a no bucear por miedo, así que tenía que proseguir hacia adelante, siendo muy consciente de que la posibilidad de hundirse y no salir a la superficie siempre estaba ahí.

 

No trataba de hacerse sentir un luchador, ni mucho menos aparentar ser una víctima del destino. Asumía su papel en la vida como algo no natural, pero que llevaría a cabo de igual manera. Sus decisiones le habían llevado a esa situación, pero no se sentía arrepentido por ello. Todo lo que había hecho le había convertido en la persona que era. Y pese a la carga, no volvería atrás en el tiempo para cambiar los caminos ya tomados. 

 

Eso era él, un cúmulo de experiencias que le habían desarrollado una personalidad acostumbrada a vivir con dolor esporádico y aleatorio. Nada más que eso. Un simple ser. Que a veces disfrutaba y sonreía. Y que otras veces sufría el peor de los dolores que un ser puede sufrir.

El dolor en el alma.

Un batido rosa

No era más que un día cualquiera. Un paseo más. Una caminata más. Se dirigía como de costumbre hacía su oficina. No había nada de especial. Un simple miércoles. La misma hora en el despertador. El mismo atuendo de oficina. El mismo viaje en tren. Era todo igual. Y sin embargo, todo pesaba mucho más de lo habitual.

Sentía que la ropa estaba lastrada, que el despertador había sonado horas antes de lo esperado, y que el viaje en tren había sido especialmente tedioso.

 

Aún con todo en su contra, había llegado a su lugar favorito, que esta vez le parecía un simple distrito de negocios gris e inanimado. Ni siquiera los rascacielos le levantaron la moral, puesto que ahora los veía como abruptos trozos de hormigón que ensuciaban el cielo (que aquel día estaba plagado de nubes oscuras). Pese a todo, había seguido caminando hacia su destino, tratando de no pensar en sus ideas e intentando que todo lo anterior no hiciera mella en su moral. 

 

Fue entonces cuando se percató, a mitad de la calle de la simpática escena. Un hombre, de entre 30 y 40 años, caminaba solitario, elegantemente vestido. No había nada que lo distinguiese del resto de individuos del pavimento. Salvo el vaso de color rosa que llevaba en su mano. En realidad el vaso era transparente, pero el contenido, una especie de batido

que preparan en las cadenas de cafeterias, lo tornaba de color vivo y llamativo.

No había nada de especial en esa persona. Un simple infeliz más. Un simple ser que abocado a su destino, se dirigía a su oficina a cumplir para con su deber y trabajar sus 8 horas diarias. Misma cara de tristeza. De res camino al matadero. No sentía empatía ninguna por dicho ser, ni mucho menos le preocupaba lo que pudiese ser de él.

El pobre desdichado seguía caminando, a la par que comenzó a beber por la pajita del recipiente. Una vez hubo bebido, se dibujó en su faz una leve sonrisa. Nada apreciable a simple vista, pero que se podía percibir de prestar la correcta atención. Parecía que nuestro triste amigo había encontrado su razón de ser.

Un simple sorbo de batido rosa servía para hacerlo momentáneamente feliz. Parecía como si a aquel hombre le mereciese la pena el esfuerzo de ir a trabajar a diario solo por la satisfacción del batido. Un batido compensaba todo. Un sabor dulce y artificial prefabricado era capaz de contentar a un individuo aparentemente culto y mentalmente sano.

 

Aquel hombre no necesitaba sentirse realizado ni luchar por sus retos. Un simple placer temporal le permitía seguir adelante. La simpleza del ser resumida al mínimo exponente. Un individuo capaz de lo que se propusiese, que en vez de luchar por sus sueños, se contentaba con un batido. Una vida. Un camino de grandeza había sido cambiado por su dosis diaria de batido rosa.

 

Evidentemente, todo aquello le apestó, y más aún cuando comenzó a pensar en lo que significaba. Sintió que estaba todo perdido. Se había llegado a la situación crítica. Nadie luchaba por lo suyo. La gente se contentaba con bienes y placeres temporales que apaciguaban sus ansias de libertad. Si acaso existían aún, puesto que muchos de los individuos parecían haber renunciado por completo al deber de la libertad.

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