Las plantas

El lugar mas bonito de su casa es el balcón. No tiene nada de especial, pero tiene varias plantas, araucarias, tulipanes rojos y azules, plantas de menta y un pequeño tiesto con un brote de una haya. Todo ordenado de manera que puedan capturar las horas de sol que tan bien hacen a estos seres de la flora. 

No es nada especial, pero las plantas, de cierta manera, dan serenidad a este espacio.

Aportan cierta vitalidad, aunque a veces las plantas mueren, sufren o se rompen y ha de ejecutar tareas de mantenimiento. Él entiende que eso es parte del tener. El perder o sufrir por algo, aunque en este caso sean plantas.

Las mañanas las plantas se abren, abrazan el sol matinal, y se sacuden la escarcha en los días más fríos del periodo invernal. Un ritual que él puede ver desde dentro. Fuera hace frío, mucho para su gusto. Pero las plantas son capaces de encontrar ese equilibrio simbiótico con este entorno que para nada es algo a lo que estaban destinadas. A fin de cuentas, las plantas, y más aún, el esqueje de haya, se las imagina uno creciendo libremente en un bosque o gran campo. Sin límites de tiestos. Sin horarios de regadío y sin problemas de calor, luz o excesos. En libertad, si pudiéramos describirlo de alguna manera.

Las plantas son parte de lo que llama hogar, y aunque se preocupa por ellas, no le reportan a simple vistas, más que un entretenimiento. Sin embargo, la idiota tarea de dar a un ser solitario, una responsabilidad con un ser, lo convierte en mas responsable, empatico y pensador. Vaya con las plantas.

No son plantas felices, o infelices. Son simples plantas, pero a los ojos de nuestro habitante, dependiendo del día, hora, temperatura, luz y demás variables concatenadas, le inspiran o instigan pensamientos de diferentes índoles. Muchas veces sensaciones positivas para él. El dolor de ver una planta morir no lo es tanto comparado con el pensamiento de planificar cuál será la siguiente simiente en la que depositara su atención. No tiene mayor connotación que la que él decide darle, en ese día y en ese momento.

A veces las plantas enferman, y él se preocupa, pero no demasiado.

A veces él enferma, y se preocupa mucho de asegurarse de que su situación no afecte de manera negativa a las plantas. A veces él se ausenta por semanas, y se asegura de regar las plantas lo suficiente para que no pasen hambre en su ausencia. Y cuando finalmente, vuelve a casa, lo primero que revisa y mira, son precisamente, sus plantas. Para ver si le sonríen, si han florecido, o decaído. Y también para recordarlas que está de vuelta, dándoles un majestuoso riego de vuelta a casa.

Plantas, sin nombres y sin razones. Por las que un pequeño hombre solitario, perdido en el mundo, acaricia a veces la tranquilidad.

Simples y mundanas plantas.

Plantas a fin de cuentas.

En un balcón.

El gato

Total, si al final de cada día, las rutinas eran siempre las mismas. Los mismos delirios con diferentes conjugaciones. Los mismos pensamientos predestinados a una muerte en la que el cuerpo ya frío del individuo, jugará el mayor de los pesos al bajarlo en una caja de pino a la planta menos uno. Bueno, si se le diese bien en la vida, lo mismo ébano, o alguna madera más lustrosas serían capaces de maquillar ante los pocos presentes alrededor de esta escena que aquel individuo, había muerto sin mayor gloria que el haber sufrido de manera constante durante sus días.

 

A veces más y otras menos, pero joder, el dolor, la tristeza y el desasosiego parecia esperarle en cualquier rincon de la vida. Sin importar edad, contexto, o entorno. De alguna manera, cada hito en vida no era más que una premonición de una caída más grande por llegar, aún si esa caída, si ese dolor, surgiese de manera artificial y visceral desde su propio interior.

 

O igual la cremación sería una alternativa más sencilla, pero entonces se arriesgaba a que algún pariente cercano o lejano, acabase con la potestad de donde disolver sus restantes cenizas en este mundo.

Y con muy, muy mala suerte, algún (o alguna) besa-estampitas, decidiría decorar el salón de su casa con una vasija porcelanosa rellena de polvos de lo que no hacía mucho había sido un hombre que caminaba por el mundo. Puff, solo el imaginarse en un tarro le daba pánico, aunque fuese ya cuando su consciencia y dolor se habrian ya vuelto efímeros por completo.

 

Día tras día, en el salon de alguien que derrochase seguro inspiración divina y por alguna razón, habrian decidido darle más interes al individuo post vida que durante ella. Pánico le daba la escena, tanto que le hacía plantearse dejar por escrito instrucciones exactas de la receta a seguir para deshacerse de los restos humeantes (o fríos y pálidos) de lo que de él quedase.  

 

Perdía el tiempo en ideas estúpidas sobre mejores métodos, analizando a las personas que le pudiesen sobrevivir y llevarse la responsabilidad de dicha tarea. Alguna vez, pecando de los excesos de sustancias, se había incluso planteado la macabra idea de adoptar un gato cuando sintiese que las flores ya no florecerían más a su paso. Es más, su plan pasaba por encarińarse del gato, y sobre todo, malcriarlo. Mejor aún, enseñar al gato que empujar un vaso, objeto… o vasija de una encimera o repisa era sinónimo de galletitas whiskas y cálidas caricias.

 

Una vez llevada en vida la tarea de la maestranza felina, que no debería de serle demasiado difícil, pues qué más quiere un gato que poder campar y destruir a sus anchas. Ya solo quedaba lo mejor, elegir a un afortunado (o víctima) y dejar por escrito que una vez pasado a mejor vida, tanto sus restos envasijados debian de ser tratados con reparo y depositados en una alta balda y que como tal, su querido felino (Odin o Loki, le daría un nombre vikingo seguro, a la altura de su misión espiritual) debía de ser adoptado en dicha estancia.

 

No sería más que cuestión de tiempo en que Loki, presa de los instintos más felinos, honrase a quien le había llenado el bol de cereales gatunos y vaciado el arenero recurrentemente. Un día, Loki se subiría  a la repisa, y como gato que juguetea y se acaricia con su dueño, empujaría levemente la vasija y… taram! Los restos difusos de su anterior progenitor se esparcirían sobre la alfombra persa o el suelo de madera antigua del salón. Solo el imaginarse la cara de quien llegase a tal escena le hacía feliz.

 

Cuán cómico debería de ser aquella estampa, el gato esperando su galletita por el trabajo bien hecho, el captor actual, o bien delirando por verse arruinada su querida alfombra o por el jaleo religioso de tener que recoger con escoba o aspiradora los restos ya polvorientos del ser que antes había sido.

Pocas mejores formas de irse y de volver a especiarles la tarde a las mentes de los que en tierra quedaban, podían haber.

Y todo, gracias a darle una interpretación moderna del amor y protección que los antiguos egipcios le habían dado a los felinos.

 

Una última misión, dejar al gato ser gato, y reventar ese tarro lleno de lo que antes había sido dolor en vida contra el suelo.

Ja! la vida ya no podría joderle mas la existencia a nuestro amigo.

Para que luego la gente dijese que el perro es el mejor amigo del hombre. 

Tal vez, pero solo en vida quizás.

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