No era más que un día cualquiera. Un paseo más. Una caminata más. Se dirigía como de costumbre hacía su oficina. No había nada de especial. Un simple miércoles. La misma hora en el despertador. El mismo atuendo de oficina. El mismo viaje en tren. Era todo igual. Y sin embargo, todo pesaba mucho más de lo habitual.
Sentía que la ropa estaba lastrada, que el despertador había sonado horas antes de lo esperado, y que el viaje en tren había sido especialmente tedioso.
Aún con todo en su contra, había llegado a su lugar favorito, que esta vez le parecía un simple distrito de negocios gris e inanimado. Ni siquiera los rascacielos le levantaron la moral, puesto que ahora los veía como abruptos trozos de hormigón que ensuciaban el cielo (que aquel día estaba plagado de nubes oscuras). Pese a todo, había seguido caminando hacia su destino, tratando de no pensar en sus ideas e intentando que todo lo anterior no hiciera mella en su moral.
Fue entonces cuando se percató, a mitad de la calle de la simpática escena. Un hombre, de entre 30 y 40 años, caminaba solitario, elegantemente vestido. No había nada que lo distinguiese del resto de individuos del pavimento. Salvo el vaso de color rosa que llevaba en su mano. En realidad el vaso era transparente, pero el contenido, una especie de batido
que preparan en las cadenas de cafeterias, lo tornaba de color vivo y llamativo.
No había nada de especial en esa persona. Un simple infeliz más. Un simple ser que abocado a su destino, se dirigía a su oficina a cumplir para con su deber y trabajar sus 8 horas diarias. Misma cara de tristeza. De res camino al matadero. No sentía empatía ninguna por dicho ser, ni mucho menos le preocupaba lo que pudiese ser de él.
El pobre desdichado seguía caminando, a la par que comenzó a beber por la pajita del recipiente. Una vez hubo bebido, se dibujó en su faz una leve sonrisa. Nada apreciable a simple vista, pero que se podía percibir de prestar la correcta atención. Parecía que nuestro triste amigo había encontrado su razón de ser.
Un simple sorbo de batido rosa servía para hacerlo momentáneamente feliz. Parecía como si a aquel hombre le mereciese la pena el esfuerzo de ir a trabajar a diario solo por la satisfacción del batido. Un batido compensaba todo. Un sabor dulce y artificial prefabricado era capaz de contentar a un individuo aparentemente culto y mentalmente sano.
Aquel hombre no necesitaba sentirse realizado ni luchar por sus retos. Un simple placer temporal le permitía seguir adelante. La simpleza del ser resumida al mínimo exponente. Un individuo capaz de lo que se propusiese, que en vez de luchar por sus sueños, se contentaba con un batido. Una vida. Un camino de grandeza había sido cambiado por su dosis diaria de batido rosa.
Evidentemente, todo aquello le apestó, y más aún cuando comenzó a pensar en lo que significaba. Sintió que estaba todo perdido. Se había llegado a la situación crítica. Nadie luchaba por lo suyo. La gente se contentaba con bienes y placeres temporales que apaciguaban sus ansias de libertad. Si acaso existían aún, puesto que muchos de los individuos parecían haber renunciado por completo al deber de la libertad.