Tic. Tac. Tic. Tac. Los segundos seguían pasando. Las agujas seguian moviéndose. Y la cercanía o lejanía de la muerte no paraba en ningún momento de estar presente. Cada uno de esos instantes, se palpaban en la piel de manera superficial. Nadie era consciente de lo que el tiempo estaba comiéndose a bocados, no era nada menos que sus vidas. Consumía su vitalidad centímetro a centímetro. Como si una guerra de desgaste se tratase. El enemigo, la muerte, no tenía prisa alguna. Sabía de sobra que la batalla la ganaría ella en algún momento. Era solo cuestión de esperar. No tenía que lanzar hordas desenfrenadas al asalto ni ejecutar ataques de artillería. Todo llegaría. Y lo más solemne, es que independientemente del esfuerzo de sus enemigos, los vivos, estos no tenían nada que hacer y nada a lo que aferrarse.
Se trataba de una guerra ya perdida, o ganada, dependiendo de quien escribiese la historia de aquella contienda. Lo poco que los mortales tenían por hacer, era empujar cada minuto. Irónicamente, cada minuto empujado era un minuto perdido ante la vida. Un mero esfuerzo por tratar de sentir algún tipo de control sobre la dicha que a este mundo les había traído.
Tic. Tac. No imperaban los sentimientos, ni las emociones, ni siquiera las acciones de uno en los caminos de la vida. Cada paso era un paso hacia la desaparición. Un camino de los que no llevaban a Roma. Todos por igual. Una democracia ante el destino, en el que el más bueno y el peor de los malos llegaban al mismo lugar. La única diferencia era la fecha y la hora en la que estos se encontrarían con la guadaña.
Y sin embargo, todos peleaban en sus vidas y minutos de existencia por sembrar sus futuros, avanzar hacia lo que creían. Sin ser de manera fehaciente conscientes de que, vida solo había una. Y la muerte siempre esperaba.
