La ciudad del pecado

La ciudad del pecado

En una ciudad, llena de luces, colores y ruidos con acento americano. Un lugar en el que lo que habitan no son humanos, sino que predominan los anuncios, el ocio de cualquier mesura y el exceso liberalizado. Un lugar en el que la gente no viene a leer. Vienen a, lo que ellos llaman, disfrutar.

 

El cemento sustentado sobre la arena. Los edificios erigidos de todas las formas y tamaños que cincelan lo que muchos consideran, una aberración de paisaje. Cada carretera, calle, coche y escaparate palpitan y murmuran el mismo mensaje a aquellos que en ellos se fijan.

Todo por el todo. Estás en la ciudad de los ganadores, de los que no le tienen miedo a nada. A los que las luces de neón no hacen más que acentuar que es el momento de darlo todo.

 

Si caminas cien pasos, encuentras cien razones para hacer cien cosas diferentes que, o jamás habias hecho, o jamás habías imaginado. Da igual el cariz de la banalidad a la que te desenfrenes, esta ciudad está preparada para atraerte, igual que unas llaves agitadas atraen la mirada de un bebe. Ideada para dejarte los ojos brillantes, llenos de emoción y ganas de algo que ni siquiera te has planteado. Da igual que quieras ser rico, guapo, fuerte o cualquier otra idealidad, en esta, la ciudad, todo eso y mucho más está a tu alcance. O al menos esa es la sensación.

 

Activistas de lo desconocido, jamás serán vistos por aquí. Ni se espera que la muchedumbre cambie los lujos y haceres por otros de índoles diferentes. La urbe absorbe, dicta y sentencia como han de ser las cosas. La identidad del mundo por el que caminan y conducen millones de almas. Quasi al unísono, esperanzadas por cada uno de los anuncios y canciones encandilantes a cada esquina.

 

No hay bares de medianoche. No hay locales en los que uno se siente y sienta. Eso no existe. Aquí la necesidad de satisfacer a paladas, en tamaños ingentes y de maneras anormales predomina. Al menos para aquellos que entienden este sitio como lo que es. 

No decides tú, la ciudad decide por ti, cuando y cuanto. El qué y cómo.

 

Las vicisitudes de una sociedad que abraza este sistema de intercambio propio. La ciudad aporta y tintinea, los caminantes se adentran en todos y cada uno de los placeres que esta aporta al mundo. Eso y nada más, un intercambio sin dialectos en el que hasta el más infantil de los seres se da cuenta al momento de por qué todo es diferente aquí.

Construida con los mismos materiales que el más puritano de los asentamientos. Construida y constituida, tal vez no por los mismos, pero por humanos a fin de cuentas. Y sin embargo, provista de un halo de luz artificial que denota constantemente el por que de su ser.

 

No es un oasis, ni siquiera un lugar en el que acercarse a sentir el calor de los fuegos y diferentes encuentros casuales. No es nada de proporciones bíblicas ni incandescentes pensamientos o liturgias humanizadas.

Al final, es lo que cada uno de los que se adentran quieren que sea. Y esa es su peculiaridad.

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