Se alzó.
Se alzó en su púlpito y pronunció las frases que había venido a decir. No lo hizo de manera memorizada (y eso que sus pensamientos habían estado embrujados por el devenir de este momento durante semanas), sino más bien, como si no ya las palabras, sino su mensaje puro fluyera de su interior al resto de los componentes del enclave.
La gente estaba en silencio, tanto los más mayores (con sus chaquetas de tela rugosas) como los más jóvenes, y austeros si cabía decir. Todos seguían con la mirada los movimientos de los brazos, los gestos, los alzamientos de nuestro interlocutor. Desde su púlpito. Al que absolutamente todos de los presentes dirigen sus cabezas. Cierta situación escénica desde luego, hasta el eco sonaba cálido gracias a las ordenadamente colocadas mesas y sillas de las que hacían uso los presentes.
Monólogo, por el hecho de que solo él hablaba, no por que ninguno de los allí presentes tuviese objeción alguna hacia la conversación que sus almas estaban teniendo con las palabras del orador.
Calába, de una manera cálida en todos los sentimientos posibles.
La audiencia miraba.
Y el orador hablaba.