Era como si le hubiesen puesto una carga encima. Una carga pesada que aunque le permitía moverse, le dificultaba hasta el mero hecho de respirar. No es que fuera la primera vez, puesto que ya le había pasado en contadas ocasiones, pero esta vez había algo diferente. No sentía el mismo peso, la misma fatiga. Había algo más, algo que le hería aún más de lo que nada más pudiera. Y no sabía lo que era. Trató de pensar en su situación, en lo que le atormentaba, en lo que le quitaba el sueño... pero no había nada. Solo sentía que tenía un gran lastre del que no era capaz de librarse y que desconocía de dónde venía.
Y era duro desde luego, por qué no sabía como actuar. Es fácil enfrentarse a algo a lo que ya te has enfrentado. Al menos sabes por dónde empezar. Pero esto no. No sabía ni por donde cogerlo, y mucho menos como actuar. Solo le quedaba el resignarse a su suerte, y tratar de actuar como si solo estuviese cansado.
Eso lo sabía hacer bien, fingir que su fatiga no venía del alma. Cuando uno había vivido tanto tiempo en la tormenta, sabía mejor que nadie como navegarla. Cómo prepararse para cada ola. Cómo sortear las mareas. Y de ser necesario, a que agarrarse cuando el barco se hunde en lo más oscuro.
Trato de pensar, pero hasta al mínimo esfuerzo mental le perseguía esa sensación de pesadez. No es que no pensase en la solución, es que la simple existencia le causaba fatiga. Y no era una fatiga de las que uno se recupera descansando. Es algo que te acompaña allá donde vayas, y que sabes que hagas lo que hagas va a estar ahí esperándote. Da igual cuan lejos te vayas o el tiempo que haya pasado desde la última vez, siempre estará ahí. Como una marca en la piel. Como una cicatriz que curó, pero que sigue dejándose notar. Y es que cuando algo está curado pero sigue doliendo, no hay nada que hacer. No hay solución para
algo que se supone que ya no está.
Es por ello que, haciendo uso de lo aprendido en travesías pasadas, optó por alejar la mente de lo más hondo. No trató de aletargarse, puesto que eso lo hubiese sumido en una situación peor, sino que desvió su atención de sí mismo a los demás. Trato de encontrar atractivas las palabras mundanas que hasta hacía segundos le parecían elocuentes. Centró sus energías y deseos en cambiar el foco de atención de su mente. No quería pensar más en él, quería que fuese otra persona la que tuviese que llevar la carga de la responsabilidad. Los problemas de los demás no solucionaban el suyo, pero desde luego que le servía para ganar tiempo.
Trató de saborear el café, de disfrutar de la conversación. Aunó sus fuerzas y se focalizó en que sus pensamientos fluyesen hacia otras direcciones. Y hasta cierto punto, podría pensar que lo logró. Desde luego que no habría en esa cafetería nadie más desdichado que él en siglos, pero consiguió abstraerse. Esa cafetería podría haber estado construida sobre un antiguo hospital y aun así él hubiese sido la persona que más sufrimiento había cargado jamás.
No se sintió aliviado, ni mucho menos, pero al menos sabía que había sido capaz de guardar las apariencias. Le había caído un obús encima y había sido capaz de ni siquiera palidecer. Y eso era, una virtud y una maldición a la vez. Era plenamente consciente de su condición y la de las personas que le rodeaban. Y aun así era consciente de que él tenía que jugar su papel. Demostrar que no era diferente de los demás. Qué cumplía su papel para con la condición humana. Sé feliz, relacionate y encargate de dejar un bonito progreso detrás antes de marcharte. Pero cuánto hubiese deseado enfrentarse a ellos, dejar claro con rabia e ira que no estaban en el mismo bando. Nadie lo estaba. Él estaba solo, y no necesitaba a nadie
más. Podrían haberle ofrecido 100 marineros para su renqueante barco y los hubiese rechazado a todos.
No quería a nadie en su viaje, y mucho menos gente que no había navegado por aguas como hacia las que él se dirigía.